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Vivimos en una época en la que los niños y niñas apenas tienen tiempo para aburrirse.
Llenamos su corta vida de pantallas, actividades dirigidas y juguetes que lo hacen todo. La infancia se ha convertido en una agenda sin huecos. Y, sin darnos cuenta, les hemos  robado algo esencial: el espacio para construir su voz interior, esa voz que en el futuro
los acompañará siempre. La capacidad de conversar consigo mismos.

El aburrimiento no es un enemigo. El aburrimiento no es el fin del juego, es su inicio. Durante años hemos interpretado el aburrimiento como un fallo: “si mi hijo o hija se aburre, algo va mal”. Pero la psicología y la neurociencia dicen justo lo contrario.
El aburrimiento es un estado natural del cerebro cuando no encuentra estímulo inmediato, una pausa necesaria que activa la llamada red neuronal por defecto (Default Mode Network).


Esta red, descrita por Marcus Raichle y su equipo en la Universidad de Washington, se enciende cuando soñamos despiertos, recordamos o imaginamos. En esos momentos, el cerebro no está inactivo: está integrando experiencias, conectando ideas y construyendo significado.

 

Es el modo mental donde surge la creatividad, la reflexión y el sentido del yo. Cuando esta red entra en acción, el cerebro empieza a crear conexiones nuevas, inventar escenarios, recordar experiencias y proyectar el futuro. En otras palabras: empieza a imaginar.
La mente necesita vacío para crear
Si mantenemos a los niños permanentemente ocupados —con actividades guiadas, juguetes electrónicos, pantallas o juegos cerrados— su mente no encuentra hueco para explorarse. Sin ese silencio interno, no aprenden a escucharse, a regularse ni a crear desde dentro.
La teoría de la activación óptima (Hebb, Berlyne) lo explica bien: el cerebro busca un equilibrio entre estímulo y calma. Cuando hay sobreestimulación, se satura; cuando hay calma, busca generar sus propios pensamientos e ideas.

Por eso los momentos “vacíos” no son una pérdida de tiempo, sino un laboratorio de  creatividad y autoconocimiento. La ciencia ha demostrado que el cerebro infantil necesita tiempo sin tareas dirigidas para fortalecer las redes asociativas y consolidar aprendizajes.

Sin ese espacio, la creatividad se empobrece y la autorregulación  emocional se retrasa. De los juguetes que lo hacen todo a los materiales que no hacen nada.


Otra forma habitual de mantenerlos ocupados es agasajarlos con juguetes que lo hacen todo: luces, sonidos, movimientos automáticos. Son juguetes que capturan la atención, pero no despiertan la imaginación. Como señala la psicóloga Teresa Belton, “los juguetes cerrados entretienen, los materiales abiertos transforman”.
La infancia necesita volver a los materiales que invitan a imaginar: los que no lo hacen todo por ellos.

Las llamadas piezas sueltas —bloques, telas, pinzas, piedras, tubos, cajas— son estímulos abiertos. No le dicen al niño qué hacer, sino que le invitan a decidirlo. Ahí el juego deja de ser consumo y se convierte en creación.


Un palo puede ser una varita, una espada o un micrófono. Un conjunto de telas puede transformarse en una cueva, una capa o una tienda. Cada elección es un ejercicio de pensamiento divergente, de flexibilidad cognitiva y de autonomía emocional.
Y sí: las piezas sueltas no tienen luces ni sonidos. A ojos del adulto, parecen “nada”. Pero lo cierto es que, como muestra la experiencia educativa y la investigación en desarrollo cognitivo, los niños juegan más tiempo, más profundamente y con más concentración con materiales simples que con juguetes electrónicos.
El valor está en lo que ocurre dentro de su mente, no fuera de ella. El diálogo interior: base de la autorregulación Cuando un niño se enfrenta al aburrimiento, aparece la conversación interna:
“¿Qué puedo hacer ahora?”, “¿Y si construyo esto?”, “¿Y si pruebo aquello?”.
Ese diálogo interior, que muchos adultos hemos perdido, es una forma temprana de metacognición: pensar sobre lo que pensamos. Ahí se gesta la creatividad, pero también la resiliencia y la capacidad de estar bien en soledad. En esos momentos, el cerebro fortalece la red neuronal por defecto y aprende a navegar entre pensamiento, emoción y acción. Es el inicio de la autorregulación emocional.

 

Por Olmo Aznar — Emprendedor educativo y fundador del Grupo Nanyland


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